sábado, 24 de agosto de 2013

Cuerpo, mente, alma.


Presumo de tener el cuerpo en su sitio, y asumo tener el alma totalmente desordenada. Mis sentimientos saltan entre los dientes de una navaja suiza en un intento desesperado por sobrevivir a esta revolución de palabras que quiero tallar con ella. Esta revolución de saber qué decir y no poder hacerlo sin salpicar, sin caer en el vacío de todo lo que no eres tú. Tú que me desnudas la mente con una habilidad equiparable a la que cuentan los botones a cerca de tus dedos. Tú que abanderas libertades, que susurras palabras a gritos, llevando los significados al extremo de mis dudas, de mi mirada perdida en tu estado dictatorial involuntario. Y continuar caminando así, entre frases inacabadas y silencios incompletos, hasta tropezar y caer en el fondo de la cuenta. Que no hay rojo cielo atardecer parecido al que visten mis mejillas bronceadas cada vez que vuelves a devolverme, del revés, una idea irreversible de las que encierro bajo llave como si de eso se tratara. Que no lo es. Y ya no sé cómo convencer a la poesía de que no puedes ser siempre su otro lado de la metáfora. Me conformo con que sigas siendo ese alguien que deja vacía mi cama en su ausencia, aún estando yo arropada con tu olor y tu sonrisa. Tu risa cotidiana y demás imposibles más que probables con ella cerca. A veces te miro sin decir nada, deseando borrar con mis besos todas las preocupaciones que escondes bajo esa sonrisa. Otra veces ni te miro, procurando no sentirte demasiado hasta que el tiempo no decida intervenir, y decir basta. Y en medio de todo el desastre, enredados, revueltos, inconexos, sólo nos queda hacer caso a la sabia paciencia, y esperar. Cuerpo, mente, y alma.

viernes, 23 de agosto de 2013

Palomitas de maíz.

Sería más fácil quedarse en el principio, ese momento en el que cocinas palomitas sólo para escuchar cómo hacen ruido dentro del microondas, saltando descontroladas en todas las direcciones posibles dentro de la bolsa. Y dan vueltas, y más vueltas, hasta que una salta más de la cuenta y rompe el cartón saliendo disparada, como si fuera a comerse el mundo de un bocado. Si sólo es una no pasa nada, siempre puedes dejarla salir, concederle esa falsa libertad que le proporcionan las cuatro paredes del electrodoméstico, haciéndole creer que no hay nada más allá de ese pragmático lugar. El problema viene cuando la bolsa de palomitas se derrama entera. La comparación es absurda, tan absurda como pensar en el incontrolable deseo de aplastar un puñado de gusanitos tirados en el suelo a pisotones, uno por uno, igual que de niño saltas sobre los charcos mientras llueve aún a riesgo de que tu madre te regañe. Ahí está el problema. Ya no somos niños. Es tarde para recurrir al sabio consejo de "no crezcas, es una trampa." El caso es, sin irnos por las ramas, y aún asumiendo que a veces convertirse definitivamente en adulto es lo peor que le puede pasar a una persona, que en determinadas ocasiones es inevitable sentir la necesidad de buscar almas cálidas. A mí las frías no me hielan, pero me hieren.  Y por mucho que uno se empeñe en hacer como que la cosa no va con él y en mirar para otro lado por un rato, cuando se trata de sentimientos no basta con usar gafas opacas. Los ojos del alma, nunca se apagan.